martes, 20 de enero de 2009

EL MATE PASTOR

Hoy os voy a contar una historia que, siendo muy pequeño, me contaron a mí.

Una historia de ajedrez.

No hay mayor humillación para un buen ajedrecista que perder en cuatro movimientos.

Pues resulta que el
mate pastor, conocido por todo ajedrecista que se precie (y por mi a partir de aquel día) es una serie de cuatro movimientos que consiste en atacar al Rey con la Dama y el Alfil. Si el rival cae en la trampa, Jaque Mate en menos que canta un gallo.

La cara de tonto del rival, impagable. Pero, ¿por qué se llama así? Mate pastor…

Resulta que en tiempos inmemoriales, allá por la Edad Media, había un Rey muy poderoso y muy aficionado al ajedrez.

Tantos años de práctica lo habían hecho imbatible, pues nadie recordaba haberlo visto jamás perder una partida. Gentes de todos los confines del reino acudían a retar al monarca sobre la tabla bicolor. Pues el Rey, para hacer más interesante, la partida se comprometía a aquél que consiguiera vencerle, la recompensa que el ganador creyese justa como premio. Así, había incluso los había que venían desde tierras lejanas más allá de los límites del reino, pasando mil penurias, solo con el fin de derrotarlo.

Pero todos volvían desolados y vencidos, tal era la destreza de su majestad.

Un día, éste último escuchó el rumor en la Corte de que había un pastor en las montañas que jugaba al ajedrez como nadie. Solo aquel pastor podía batirlo, se decía.

El monarca, evidentemente no dudaba de su superioridad, pues jamás nadie había logrado vencerle y no había ninguna razón para pensar que un humilde pastor pudiera conseguirlo.

Pero para callar bocas y demostrar una vez más que no había mortal en la faz de la tierra capaz de derrotarlo, hizo traer al pastor a palacio retándolo a una partida.

Llegó el gran día. La expectación era máxima y la multitud se congregaba dispuesta a ver una emocionante y larga partida. El pastor con calma movió un peón, saco el Alfil, saco la Dama y… ¡JAQUE MATE!

El monarca estaba que no cabía en sí de la rabia, pues no comprendía como podía haber sido derrotado, pero cumpliendo su promesa le ofreció al pastor lo que quisiese, como recompensa.

Ante el asombro de todos los presentes, aquél dijo:

-Solo quiero un grano de trigo por la primera casilla del tablero. Dos por la segunda. Cuatro por la tercera. Y así sucesivamente hasta completar las 64 casillas del tablero.
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-¿Realmente es solo eso lo que quieres? – contestó incrédulo el rey ante la idea de que el pastor no ansiase nada más que un pequeño puñado de granos de trigo.
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-Si - Respondió sin dudarlo y con una leve sonrisa el pastor.
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El monarca encargó a un matemático de la Corte que calculase a cuanto ascendía la cantidad total de granos y empezó a recolectarlo.

Pronto se daría cuenta de que no había suficiente trigo en el reino para satisfacer el deseo del pastor.

INVENTARIO DE LAS COSAS PERDIDAS

Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije:

-¡Buenos días, abuelo!

Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y, después de un misterioso instante, exclamó:

- ¡Hoy es día de inventario, hijo!

- ¿Inventario? - pregunté sorprendido.

- Sí. ¡El inventario de las cosas perdidas! - me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió:

- Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficientes para sobreponerme a mi inercia existencial.

Recuerdo también a María, aquella chica que amé en silencio por cuatro años; hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo.

- ¿Sabes algo? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas!

Luego, su mirada se hundió aún más en el vacío y se humedecieron sus ojos. Y continuó:

- En los treinta años que estuve casado con Marta, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije ´te amo´. Después de un breve silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo:

- “Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo”.

Y luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido:

- ¿Sabes qué he descubierto en estos días?
- ¿Qué, abuelo?

Aguardó unos segundos y no contestó, sólo me interrogó nuevamente:

- ¿Cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre?

La pregunta me sorprendió y sólo atiné a decir, con inseguridad:

- No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez?

Su cara reflejaba negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento y en tono grave y firme me señaló:

- El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión.
Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.

Al día siguiente, regresé temprano a casa, después del entierro del abuelo, para realizar en forma urgente mi propio inventario de las cosas perdidas.